Desde los tiempos de la Mesta, en la edad media, vaqueros españoles conducen reses bravas por las cañadas de la trashumancia. Van desde los Montes Universales de Teruel hasta Sierra Morena, en Jaén. Cabalgan casi un mes desde el sistema Ibérico a la cordillera Bética, pasando por la serranía de Cuenca, La Mancha y Albacete. Son los únicos que conocen la ruta más dura
y más brava de España.
Alicia Chico nació, creció y vive entre reses bravas. Desde hace más de cien años, ya desde tiempos de su bisabuelo, su familia se dedica a la crianza y a la trashumancia de esos animales que algún día se lidiarán en las plazas o se correrán en encierros y festejos por los pueblos de España. «Yo vendo bravura», afirma Alicia cuando noviembre empieza a congelar la sierra de Albarracín, en ese lejano, bello, duro y solitario Teruel que aún existe. Su finca está en valle del Cabriel, allí donde nace el río del mismo nombre. Y antes de que caigan las primeras nieves, su ganado parte hacia la otra punta de la España más cálida. El destino es Vilches, en Jaén, donde está su otra finca, que se llama El Pendoncillo. «Palabra que proviene del pendón de Las Navas de Tolosa y no de la que piensa mucha gente», bromea. Comienza entonces un viaje a pie y a caballo de casi un mes a través 400 kilómetros y que va desde los Montes Universales de Teruel hasta las estribaciones de Sierra Morena. Resigue la cañada Conquense, la vereda de los Serranos, atraviesa la serranía de Cuenca, La Mancha y enfila hacia Sierra Morena, donde llega a mediados de diciembre. Fue una de las rutas de la Mesta medieval y hoy es la ruta más dura y más brava de España.

Alicia Chico es informática. Pero cuando murió su padre, que era veterinario y ganadero, se puso al frente del negocio de sus antepasados. «Hija única, cuidada y mimada por mi padre como una flor entre mantillas, el 2009 tuve que elegir entre continuar la tradición o liquidarla. Y así entré en un mundo de hombres que me respetan porque supe ponerme en mi sitio», cuenta. Es la única mujer que practica la trashumancia de reses bravas en España. «Y tal vez la última, si las cosas no mejoran», advierte. Los paisajes donde vive son una maravilla, pero el panorama no es halagüeño. «Se acabaron las corridas de toros en Barcelona, y con la crisis hay menos corridas, menos encierros y menos festejos. Hemos pasado de doscientas corridas anuales a sólo cuarenta festejos, y la administración pone cada vez más pegas», resume mientras sigue las incidencias de la larga ruta de su ganado. «La trashumancia se hace desde toda la vida, pero ahora a algunos les parece que sea una película del Oeste», ironiza.

Casi un millar de reses bravas camina por La Mancha.

Todo ha cambiado mucho en los últimos años y la trashumancia ya no es ni una película ni lo que fue antaño. «El pienso, la paja y la alfalfa han subido de precio. Los animales valen cada vez menos, y por un toro se paga ahora lo mismo que hace cuarenta años. Hoy en día, los corderos son más caros que los toros, la mayoría de las vacas se desechan por falta de bravura y cuestan más la administración y la burocracia que el animal», pasa cuentas. Mientras, su vacada camina por fincas y descansaderos como la Venta de Juan Romero, Tierra Muerta, el prado de los Esquiladores, El Ventorro de Cuenca… Va desde el sistema Ibérico hasta la cordillera Bética, de extremo a extremo peninsular, cruzando el Júcar, atravesando el barranco del Judío, el puerto del Cubillo y una serie de lugares cuyos nombres se remontan a la edad media y a cuando la trashumancia fue uno de los hechos económicos y culturales más importantes de la historia de España.

Diez bueyes cabestros encabezan la vacada, les siguen varios cientos de vacas y de becerros, mientras que tres sementales viajan en camión para evitar riesgos añadidos. «No salen los números y ya sólo trato de mantener la tradición y el negocio, porque montarlo ahora de nuevo sería imposible», asegura su dueña. Gerardo Barrera es el mayoral que dirige la vacada. Hijo de Noguera de Albarracín, hace treinta años que se dedica a la trashumancia. «Antes había trabajado en la agricultura, en la madera y en todo lo que podía», recuerda. Hace el largo viaje a caballo y le acompañan dos vaqueros profesionales, como Vicente, que dejó la trashumancia una temporada pero volvió «porque el vaquero siempre tira al monte», y Máximo, que conduce la furgoneta de la intendencia. Ellos son los que duermen al raso con el ganado, mientras que Manuel y José, que son un par de aficionados que dedican sus vacaciones a la trashumancia, duermen en tienda de campaña. En algunos tramos, les ayudan otros amigos que van a ver el espectacular paso del ganado.

Vicente y Máximo reponen fuerzas en la camioneta que lleva la intendencia. Su jornada comienza
al alba, descansan durante las primeras horas de la tarde con el ganado, cabalgan de nuevo hasta el crepúsculo y duermen al raso
«Esta temporada vamos tirando adelante, y la que viene, no lo sabemos. Nunca se puede decir si la próxima será mejor o peor, pero, por desgracia, este trabajo es cada vez más difícil y no sé cuándo me jubilaré. Si continúo en la trashumancia es porque me gusta de verdad y porque no me falta un tornillo, sino dos», sentencia. Es hombre de pocas palabras, pero lo sabe todo sobre los toros cuatreños, utreros, erales, añojos, cabestros de encaste…

En esas largas noches bajo los cielos puros de La Mancha, sólo hablan de ganado, del trabajo, de por dónde pasarán mañana si no hay agua para la vacada. Y se ríen cuando recuerdan la vez que salvaron la piel a un curioso que se acercó demasiado a un becerro, la vaca salió a protegerlo, enfiló al imprudente y le persiguió por un páramo donde no había ni un árbol donde subirse para esquivar la embestida. O maldicen con cariño y admiración a ese toro tan bravo que se les resistió durante dos horas antes de subirlo al camión.

Siempre lejos de las autopistas, de las carreteras y de los pueblos por donde pasan. Siempre acompañados por sus perros, son de los pocos hombres que conocen la España más dura, la de esos montes perdidos, la de esas planicies infinitas de La Mancha que a veces coinciden con la ruta de Don Quijote, pero sin literatura divertida. Se levantan al amanecer, cuando todo es frío y escarcha. Cabalgan hasta la hora de comer, cuando el sol aún no ha teñido de rojo encendido el ilimitado amarillo de la meseta. Almuerzan algo antes de que sea el mediodía. «Mucho pan, carne, queso, embutido, vino y cerveza. Latas de bonito, algún tomate, algún pepino y poca ensalada, porque no se conserva». Hacen el café con fogoncillos de gas, que en esos montes, bosques y rastrojos, es mejor no prender fuego. Sólo uno de ellos se acerca con la furgoneta hasta algún pueblo perdido para hacer las compras. Los demás se quedan vigilando el ganado. Después, una larga siesta hasta el atardecer, mientras la vacada descansa cinco horas, porque no hay hombre ni animal que resista ese sol implacable que quema y resquebraja las tierras de Ciudad Real y de Albacete, camino ya de Sierra Morena.

El trabajo prosigue sin muchas incidencias dignas de mención. Sólo dos potros que se escapan, pero hay que seguir el camino hacia los prados. Para no perder tiempo, el mayoral se queda dos días en una aldea hasta que da con los potros y los lugareños le ayudan a cargarlos en la camioneta. Los teléfonos móviles, en las escasas zonas con cobertura, les permiten reagruparse en lugares que casi nadie más conoce. «Antes no teníamos camiones, ni furgonetas, ni teléfonos…», recuerda Gerardo. Pero en los tiempos del GPS, los toros sementales viajan en un camión y nunca entran en los pueblos, porque son demasiado peligrosos y por si acaso. Orillan municipios como Viveros y pasan por cañadas y veredas como la de los Chorros, que es una de las más largas de España. Y cada vez que paran para descansar o dormir, la rutinaria ceremonia del recuento. Para contar las reses, las hacen pasar por un lugar estrecho que facilite comprobar que no falte ni una vaca ni una de sus crías sin destetar. Siempre en busca del agua, de pastos frescos, de tierras más templadas, caen los crepúsculos y las noches sobre paisajes de una soledad y belleza estremecedoras.

Alicia Chico, la única mujer que manda en un mundo de hombres, contempla el ganado desde un muro de su finca

Pero Gerardo y sus hombres no están para cuentos. Como antes en la mili, montan turnos de guardia, controlan que el ganado permanezca concentrado en el lugar de acampada y evitan que los animales se separen del rebaño y se pierdan en la fría oscuridad. Unos compañeros sueñan envueltos en mantas y en sacos de dormir, mientras que otros lo hacen en la tienda. Así, un día tras otro, hasta que transcurran veinticuatro. Contemplan los cielos, confían en que no llueva ni nieve, «que el tiempo está cada vez más loco y dicen los sabios que el clima está cambiando». Hablan entre ellos, susurran a sus caballos, silban a sus perros. Y el rebaño avanza por las estribaciones de Sierra Morena.

Al amor del fuego de su casa, Alicia Chico piensa en ellos y medita. «Tiene mérito, es duro andar con tantos animales, sería mucho más cómodo quedarse en casa… El negocio casi no resulta rentable y todo esto ya es como un pasatiempo que me gusta mantener en memoria de mis antepasados y por amor propio». Aunque es joven, ha visto otros momentos difíciles y delicados en el mundo de la res brava. «Pero ninguno tanto como ahora. Ha pasado como con la crisis del ladrillo y de los pisos. En los buenos tiempos, muchos que no tenían ni idea invirtieron el dinero en un cercado y en reses, hasta que hubo exceso de ganaderos y de ganado. Luego malvendieron y reventaron el mercado, pero les da igual», lamenta. Muy lejos, en Sierra Morena, llueve y el paisaje deviene monocromático y de un gris plomizo que cae sobre los vaqueros y el ganado.
Gerardo, Máximo y Manuel descansan en un refugio para pastores en Sierra Morena

Ya cerca de Jaén, salen a recibirles vecinos y amigos para ayudarles y para pasar un par de días a caballo. Para muchos, es como una fiesta a la que ahora se le da valor ecológico, histórico y casi antropológico. Todos toman fotos, y en los lugares de más fácil acceso aparecen las cámaras de televisión. Todos buscan las estampas de las reses más bravas, la potencia y la tensión de esos animales a los que citará algún torero o que irán de pueblo en pueblo corriendo tras los mozos. Es cuando Alicia Chico parte hacia su finca de Jaén para supervisar el fin del viaje. Viaja en coche, porque no monta a caballo y lo considera más peligroso desde que su padre la protegía de todos los riesgos. La vacada permanecerá en los pastos hasta que en primavera inicie el mismo camino de regreso hacia la Sierra de Albarracín, allí donde las ovejas que no hacen trashumancia comen los excedentes de naranjas de Valencia. Así una y otra vez, cada año, durante siglos. Sin descanso. Siempre pendiente de las reses. «Porque en este país millones de autónomos no sabemos lo que son unas vacaciones», reivindica. Pero le gusta. Es su vida. Resuelve problemas, negocia, vende bravura y confía en que la crisis vaya pasando. «Siento cariño por los animales», confiesa. Al fin y al cabo, nació y creció entre reses bravas y manda en un mundo de hombres que recorren la ruta más brava de España.

Fuente: Magacine La Vanguardia
http://magazine.lavanguardia.com/reportajes/los_reportajes_de_la_semana/reportaje/cnt_id/7190/pageID/1

Fecha: 18/12/2011